Los recuerdos tristes dormitan largo tiempo en una de las innumerables cavernas de la memoria; se mantienen allí durante años, decenios, la vida entera. Después, un buen día vuelven a la superficie, el dolor que los había acompañado vuelve a estar presente, tan intenso y punzante como lo era aquel día de hace tantos años.
La felicidad no puede contarse. Es como una tarta de manzana, se come hasta la última miga que hay en el mantel y después se lame el zumo dorado que mancha los dedos.
Aparte de la hierba y de unos tristes narcisos, teníamos allí un rosal único, de color amarillo. En verano solía trepar por alrededor del blasón, hasta el lugar en que encontraba el sol y donde creaba una flor bellísima
Jorge Luis Borges publicó en 1936 su Historia de la eternidad, del que se vendieron treinta y siete ejemplares en la Librería Ateneo, ubicada en la calle Florida de Buenos Aires. El autor, atónito y agradecido, quiso encontrar a los treinta y siete compradores, pedirles disculpas y prometerles un libro mejor en la próxima ocasión.
Crisantemos. Algunos tan grandes como la cabeza de un bebé. Ramos de hojas rizadas color penique con fluctuantes pliegos desvaídos. Los crisantemos, comentaba mi amiga cuando íbamos al jardín a la búsqueda de capullos, son como leones, tienen carácter regio, yo siempre espero que salten, que se vuelvan contra mí rugiendo y gruñendo
(Truman Capote. El invitado del Día de Acción de Gracias)
El poeta Karel Vanék dijo una vez, viendo en una revista un dibujo de Marold, de París, que este artista no sabía dibujar sino que también sentía los colores.
Al principio parecía desierto, kilómetros y kilómetros de dunas. Dunas de basura apestosa, humeante. Al cabo de un rato, a través del polvo y el humo, empezabas a ver gente trepando por las dunas. Pero era gente del color del estiércol, vestida con harapos idénticos a los desechos por los que se arrastraban.
Se me permitirá que antes de referir el gran suceso de que fui testigo, diga algunas palabras sobre mi infancia, explicando por qué extraña manera me llevaron los azares de la vida a presenciar la terrible catástrofe de nuestra marina.
Lo conocí en la cárcel del condado cuando él acababa de cumplir dieciocho años. Ninguno de los dos había estado antes en prisión. Yo le contagié el gusto por los libros. La primera vez que se enamoró de las palabras fue con El bote abierto de Stephen Crane. Cada semana venía el encargado de la biblioteca, le devolvíamos unos libros y escogíamos otros.
La casita que estaba al lado mismo del portal del patio parecía un poco más pequeña y oscura que la nuestra, pero era seca y tenía, delante de las ventanas, un jardincillo donde apenas resistían unas rositas; pero, en cambio, florecían allí, generosamente, unas margaritas de tallos muy largos.
En los tiempos que corren es detestable la supremacía del especialismo, de que los sistemas educativos nos preparen para ser especialistas en algo ridículamente pequeño, prácticamente insignificante, con ignorancia de todo el resto, que es infinitamente más grande y más esencial. Hay que crear generalistas. Hay que crear personas que tengan la posibilidad de disfrutar con la música y con la poesía, con la física cuántica y con el ejercicio más abstracto de matemáticas. Hay que intentar ser más completos, sencillamente.
Aquellos pinos le trajeron el recuerdo de la boca de su hermana, de cuánto le gustaba de niña masticar esas agujas que daban a su aliento un aroma de bosque.
El agente de la Mutualidad de Seguros de Vida de Carolina del Norte había prometido volar desde el Hospital de la Misericordia hasta la orilla opuesta del Lago Superior a las tres en punto.